La última de las libertades



En alguna ocasión he tenido que oír a algunas personas decir a otras que como eran fuertes podían afrontar cualquier situación dolorosa que pudieran estar viviendo.
A veces, he escuchado esas palabras con tono de reproche o, quizás, de envidia.
Ser fuerte no significa ser indiferente o no sufrir ante los problemas ni ante el dolor. Ser fuerte es la actitud que adoptan aquellos que no se rinden, aquellos que deciden sobrevolar por encima de las inmundicias o de las amarguras, aquellos que superan la tentación de quedarse en un rincón lamiéndose las heridas. Y eso merece para mí el mayor respeto y admiración.
Existe un término usado en metalurgia que es el de RESILIENCIA y se emplea para describir la capacidad que poseen algunos metales de recobrar su forma original después de estar sometidos a una presión deformadora.
Este concepto ha sido trasladado al campo de la psicología humana. La RESILIENCIA es, por tanto, la capacidad que tiene la persona para afrontar la adversidad y lograr adaptarse bien ante las tragedias, los traumas, las amenazas o el estrés severo. Ser resiliente no significa no sentir dolor emocional o malestar ante las adversidades, sino lograr sobreponerse y adaptarse a los sucesos que tienen un gran impacto.
Las personas que logran alcanzar esta facultad de sacar fuerzas en medio de un considerable estrés y malestar emocional  han desarrollado una serie de actitudes y de conductas que cualquier otra persona podría aprender y desarrollar.
He buscado información sobre este término he visto que estas personas, a las que se les llama resilientes, poseen tres características principales:
1.    Saben aceptar la realidad tal y como es.
2.    Tienen una profunda creencia en que la vida tiene sentido.
3.    Tienen una inquebrantable capacidad para mejorar.

Deseo hacer una breve reflexión de cada una de esas características
La primera: Saben aceptar la realidad tal y como es.
Viktor Frank, psicoanalista que vivió la traumática experiencia de un campo de concentración, cuenta en su libro “El hombre en busca de sentido”:
“Las experiencias de la vida en un campo demuestran que el hombre tiene capacidad de elección, al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas -la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias- para decidir su propio camino"
A nosotros, pase lo que pase, siempre nos quedará esa última libertad, la de elegir cómo afrontar las situaciones a las que la vida nos va sometiendo.
Eso sí, hace falta una enorme fuerza de voluntad para sobreponerse a determinadas circunstancias que parecen empeñarse en aplastarnos, en deformarnos.
Y, además, hace falta una gran confianza en Dios, ese Dios que tanto nos ama y es nuestro refugio y alivio, para ser capaces de abandonarnos a Él aunque a veces parezca que nada tiene sentido.

La segunda: Tienen una profunda creencia en que la vida tiene sentido.
Sigo con Viktor Frank que escribe en otro momento de su libro: “Los que profesan una fe religiosa no hallarán dificultades en entender el sentido del sacrificio”
Y, es que, el sentido de la Trascendencia, la fe en un Dios que nos salva porque nos ama, un Dios que, a pesar de experimentar en su propia carne el sufrimiento, el pecado y la muerte, que nos ha mostrado que no tienen la última palabra; nos otorga, a aquellos que tenemos el privilegio de la fe, el don de dar un sentido pleno a nuestras vidas.

Y por último: Tienen una inquebrantable capacidad para mejorar.
Al leer esto, he recordado la frase: “Dios no elige a los capacitados sino que capacita a los elegidos”.
Una vez más estamos llamados a vaciarnos de nuestros miedos e inseguridades y ponernos en manos de Dios, que con su infinita sabiduría y amor, sabe darnos las “pistas” que necesitamos para lograr alcanzar, junto a Él, la victoria de la resurrección.

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